La tierra tembló y ahora Puerto Príncipe nos recuerda una vieja sentencia bíblica: “Al que tiene se le dará y al que no tiene se le quitará hasta lo poco que tiene”. Los voluntaristas de ocasión no se han hecho esperar y ya circulan por el mundo que quedó en pie, intacto, sin un rasguño, las fotos que se tomaron algunos en medio del cataclismo. Otros cantan conmovidos por el sufrimiento a distancia. Pero antes del doce de enero nadie parecía saber siquiera qué idioma se hablaba en Haití, al punto que un diario colombiano ha debido titular ingenuamente: “¿Por qué Haití es tan pobre?”. Lo cierto es que no le bastaba con la miseria para existir en la conciencia del mundo. Debía esperar a que un sismo de siete grados le sumara ruina al hambre, destrucción definitiva de un día a la destrucción prolongada, sostenida, silenciosa de todos los días. Los que hoy posan con cara de buena voluntad no sabían ni cuál era la capital de aquella isla olvidada por la Historia. Ahora que los muertos se cuentan por millares, todos quieren ayudar.
Porque ayudar está de moda. Es de buen gusto, como en algún momento fue de buen gusto no hacerlo. Y viéndolo bien, lo que se ha hecho hasta el momento es lo mínimo que se puede y se tiene que hacer en un mundo donde las catástrofes se saben en todo el globo casi al mismo tiempo en que están ocurriendo. Lejos de ser una epopeya, lo que se ha hecho hasta ahora no es más que ponernos a la altura de la época. Si estuviéramos ante el brutal terremoto de Lisboa, en 1755, serían heroicas todas las medidas que se han tomado. En ese momento el mundo civilizado no tenía cómo sortear los estragos causados por los once grados de intensidad del sismo, las inundaciones que lo sucedieron y el incendio de una semana que dejó en Lisboa la marca de la ruina para siempre. A cambio de ese déficit de recursos técnicos, proliferó la lucidez para comprender lo que significaba aquella embestida de la naturaleza. Pero al final de la primera década del año dos mil la catástrofe haitiana nos revela otra cosa: una movilización espectacular de medios pero ninguna reflexión sobre las condiciones que agudizan la tragedia.Y evidentemente no hay que elegir entre salvar a los malheridos y pensar en una reconstrucción sostenible: hay que hacer lo uno y lo otro.
Por el momento, no hay que perder la razón por exceso de sentimiento. ¿Un acto desinteresado es posible? No, y en política menos. Parecer desinteresado es también un interés, y muy rentable, en la economía de las relaciones humanas. Además todo don exige un contra-don, así sea el agradecimiento perpetuo. De manera que hay que agradecer la ayuda, hay que conjugar el verbo, pero no más: lo demás está de más y es vulgar caridad en la era de la información.
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