domingo, 31 de enero de 2010

Moleskine | Yo ayudo, Tú ayudas, El ayuda, Nosotros ayudamos… Ils aident.

La tierra tembló y ahora Puerto Príncipe nos recuerda una vieja sentencia bíblica: “Al que tiene se le dará y al que no tiene se le quitará hasta lo poco que tiene”. Los voluntaristas de ocasión no se han hecho esperar y ya circulan por el mundo que quedó en pie, intacto, sin un rasguño, las fotos que se tomaron algunos en medio del cataclismo. Otros cantan conmovidos por el sufrimiento a distancia. Pero antes del doce de enero nadie parecía saber siquiera qué idioma se hablaba en Haití, al punto que un diario colombiano ha debido titular ingenuamente: “¿Por qué Haití es tan pobre?”. Lo cierto es que no le bastaba con la miseria para existir en la conciencia del mundo. Debía esperar a que un sismo de siete grados le sumara ruina al hambre, destrucción definitiva de un día a la destrucción prolongada, sostenida, silenciosa de todos los días. Los que hoy posan con cara de buena voluntad no sabían ni cuál era la capital de aquella isla olvidada por la Historia. Ahora que los muertos se cuentan por millares, todos quieren ayudar.

Porque ayudar está de moda. Es de buen gusto, como en algún momento fue de buen gusto no hacerlo. Y viéndolo bien, lo que se ha hecho hasta el momento es lo mínimo que se puede y se tiene que hacer en un mundo donde las catástrofes se saben en todo el globo casi al mismo tiempo en que están ocurriendo. Lejos de ser una epopeya, lo que se ha hecho hasta ahora no es más que ponernos a la altura de la época. Si estuviéramos ante el brutal terremoto de Lisboa, en 1755, serían heroicas todas las medidas que se han tomado. En ese momento el mundo civilizado no tenía cómo sortear los estragos causados por los once grados de intensidad del sismo, las inundaciones que lo sucedieron y el incendio de una semana que dejó en Lisboa la marca de la ruina para siempre. A cambio de ese déficit de recursos técnicos, proliferó la lucidez para comprender lo que significaba aquella embestida de la naturaleza. Pero al final de la primera década del año dos mil la catástrofe haitiana nos revela otra cosa: una movilización espectacular de medios pero ninguna reflexión sobre las condiciones que agudizan la tragedia.Y evidentemente no hay que elegir entre salvar a los malheridos y pensar en una reconstrucción sostenible: hay que hacer lo uno y lo otro. 

Por el momento, no hay que perder la razón por exceso de sentimiento. ¿Un acto desinteresado es posible? No, y en política menos. Parecer desinteresado es también un interés, y muy rentable, en la economía de las relaciones humanas. Además todo don exige un contra-don, así sea el agradecimiento perpetuo. De manera que hay que agradecer la ayuda, hay que conjugar el verbo, pero no más: lo demás está de más y es vulgar caridad en la era de la información.

 

http://www.youtube.com/watch?v=QiaIr-Ku8z4

 

viernes, 22 de enero de 2010

Moleskine | Idomeneo

Palais Garnier. Mercredi 20.01.2010. 19h30. Idomeneo. 2èmes loges de coté 13. Chaise – Visibilité réduite.

He corrido en vano. La acomodadora me conduce a mi lugar advirtiéndome que Idomeneo empezó hace dos minutos. La puerta del palco tiene un círculo de vidrio a la altura de nuestros ojos por el cual me indica la silla que me corresponde. Desde afuera sólo se ven las siluetas de espaldas de los que están adentro. Al fondo, iluminados por una luz cobriza, los balcones colmados de los palcos del lado contrario del teatro.

Entro. Estoy en una celda en penumbra. El escenario está dos pisos abajo, a la izquierda, y es su luz la que me permite reconocer un espejo y un perchero que interrumpen el terciopelo que cubre las paredes. Me quito el abrigo sofocado por el calor artificial de los espacios interiores en invierno, reconcentrado en esta celda que medirá un metro y medio de ancho por los seis o siete que hay entre la puerta y el balcón. Aunque ya sé cuál es mi lugar, permanezco de pie para ver la totalidad del escenario a mis pies: Ilia, princesa de Troya, canta recostada sobre la playa: Mi corazón esta dividido entre el miedo y el amor.

Tomo asiento. Delante de mí hay dos mujeres que se hablan al oído cada vez que Ilia canta un lamento nuevo. Han dispuesto sus sillas de manera que puedan acercarse libremente, de manera que puedan encontrarse en este rincón del Palacio Garnier. Una de ellas está al alcance de mi mano. Cuando se inclina hacia adelante para lograr entregar su secreto, el movimiento le descubre la parte baja de la espalda. Tiene el pelo rubio y rizado y mal atado con un palito chino que  deja al desnudo su cuello perfecto. Las dos son emisarias de un mensaje que yo, desde atrás, al tanto de sus juegos, quisiera compartir con ellas. A veces, cuando se han dicho todo lo que se iban a decir por culpa de Ilia o de Idomeneo o de Electra, se muerden suavemente la oreja o pasan la lengua cerca del lugar donde el cuello se confunde el pelo. Las manos hacen lo suyo clandestinamente mientras Idomeneo se pregunta si debe liberar a los prisioneros que tiene bajo su custodia. Juegos de manos en las cercanías de la cintura, en las rodillas, en los muslos, en el cuello. El destino de Creta se resuelve justo en el momento en que el secreto de estas dos mujeres ya no se sostiene más, en el que las promesas ya no dan espera, en el que los griegos de la antigüedad no alcanzarían a imaginar lo lejos que dos mujeres pueden llevar la ars erotica que ellos creyeron confiscar para siempre. En las proximidades del pecho, ya sin nada que perder, una mano atraviesa de lado a lado el cuerpo de la rubia. La caricia se traduce en un gemido leve que adivino en sus labios de perfil. La voz de la soprano clama cuando veo que sus manos se cruzan y sus bocas se encuentran a contraluz: ¿Cuánto me costará este silencio?

El calor aumenta en los estertores. El placer de estas dos mujeres se entremezcla con la música, con el lugar, con la escasa luz, con el universo entero. Abajo brama Neptuno mientras Ilia pide ser sacrificada. Las mujeres se siguen diciendo al oído cosas que a estas alturas ya no son promesas. Ni secretos. Desde este lugar mi visibilidad era reducida, como bien dice la boleta, pero suficiente para haber visto mi propio Idomeneo. Telón. 

martes, 19 de enero de 2010

Moleskine | Gente de mala condición

El metro de Medellín no es un metro sino un centímetro. Un centímetro oneroso e insuficiente que han debido estirar y remendar para que alguna vez sea un metro de verdad. Pero lejos estamos. No lo digo sólo porque el de Paris tiene la estación central más grande del mundo (Châtelet), ni por sus catorce líneas regadas de sur a norte y de este a oeste, ni por el tren de cercanías que vincula a las periferias con el perímetro parisino (RER). No lo digo porque funcione hasta pasada la media noche, ni porque cada estación lleve el nombre de un referente histórico de la vida francesa: Bastille, Voltaire, Concorde, Pablo Picasso, Magenta, Solferino. El de Medellín es un centímetro, o sea poca cosa, por limitado, por pulcro, por excluyente. Por precario, por arribista, por provinciano. En un metro uno puede entrar con sus mascotas, con su bicicleta, con tragos de más, con comida, con equipaje, con mal aspecto. En un centímetro uno está como de visita en la casa de una señora bien, donde hay que sonreír y ser amable, donde la limpieza excesiva revela que algo no anda bien. En un metro, símbolo de diversidad y espacio público, uno se encuentra con toda clase de bufones, danzarines, mendigos, maromeros, musiciens, pordioseros, se encuentra uno con el mundo como es: con gente de mala condición.

Eso escribía en mi Moleskine a la altura de Arts et Métiers. Desde adentro, recostado sobre una barra vertical, vi que a mi vagón entraron sólo dos personas: un borracho y un negro afanado que forzó la puerta para no perder el tren. En el ajetreo el negro chocó levemente con el borracho, que estaba justo al lado de la puerta. Dijo “pardon”, como corresponde, y se dio media vuelta. El borracho lo miró muy mal. Visiblemente contrariado, de muy mal humor, enceguecido, envenenado, se paró e insultó al negro que apenas sostenía una bolsa en medio del estupor. El vagón se quedó en silencio. Los insultos aumentaban en volumen y procacidad, y el borracho se acercaba al negro con la sangre hirviéndole en la cara. Al ver que sus provocaciones no tenían respuesta, el borracho lo pateó a la altura de las rodillas y se puso como en posición de matar. En ese momento la gente empezó a dispersarse. Yo estaba a un metro de ellos, todavía con la libreta en la mano, decidido a esperar el desenlace. Después de todo, pensé, vengo de donde vengo. Se enfrascaron entonces en insultos de todo tipo, racistas y francofóbicos, y se hicieron cordiales invitaciones a batirse hasta las últimas consecuencias adentro o afuera del vagón, ‘aquí mismo o cuando usted quiera’. Mientras tanto se estrujaban desde el cuello, trataban de arrancarse la cara con las uñas y se juraban romperse el alma de un frentazo. Los que no entienden la dimensión erótica de las peleas entre hombres habrían quedado persuadidos del asunto al ver cómo el negro y el borracho juntaron sus frentes, se miraron a los ojos y se quedaron en silencio hasta que el borracho imprecó: Fils de pute. Por la cercanía de las bocas, de los alientos, de las iras, el negro se percató del estado de su contrincante. Entonces lo soltó serenamente, recogió su bolsa y dijo: arrêt de conneries (“basta de tonterías”). El borracho intentó un nuevo embate. Aprovechó que de la bolsa cayeron unas medicinas y las pateó contra la puerta contraria del vagón. El negro las recuperó en silencio y las volvió a poner en su lugar. Habíamos llegado a Pyrénées, mi estación, pero yo estaba dispuesto a continuar hasta el final. Los dos descendieron ahí, y yo tras ellos. Avanzaron unos pasos juntos. El borracho sangraba levemente por los labios. Entonces el negro comenzó a instruirlo pastoralmente sobre los peligros que corría saliendo en ese estado. Le dijo que podía caerse a la vía y morir destripado por el metro. Mencionó dos o tres circunstancias más mientras abandonábamos la estación. Al ascender por el bocatunel a la calle helada, a la superficie de Paris, los vi perderse todavía conversando por la Avenida Simón Bolívar.

 

viernes, 15 de enero de 2010

Moleskine | Pinacothèque de Paris

La Pinacoteca de Paris exhibe La edad de oro holandesa, de Rembrandt a Vermeer. No es fácil imaginar la riqueza comprendida en el periodo que abren y cierran dos pintores de semejante estatura. Y sí, más de noventa cuadros bastan para sintetizar la grandeza del flamenco profundo. Les dispenso la descripción de las obras. Me limito a enumerar algunos temas: caballos pastando, escenas de interior, naturalezas muertas, retratos de vivos, autoretratos de artistas, una que otra escena bíblica y una que otra batalla naval. He aquí algunos títulos transcritos en mi Moleskine: El taller del tallador, Naturaleza muerta con libros, La carta de amor, y mi preferido: Escena de interior con una madre despiojando a su niño (el deber de una madre).

No creo necesario explicar mi fascinación por este título de Pieter de Hooch. La sola frase basta para indicar lo que se observa en el resto de la muestra: una sobria glorificación de lo cotidiano. La sencillez de las composiciones no tiene jamás una vocación alegórica ni apologética. Las cosas están ahí, los seres son en ese momento. A juzgar por este y otros lienzos, a Holanda le debemos una especie de oximoron: un barroco mundano. Ya no la exaltación suplicante del barroco español, con el corazón levantado hacia el Señor, con la culpa, con la culpa, con la gran culpa...  Ya no los paraísos perdidos sino las pequeñas alegrías. Ya no la temerosa fe en Dios sino el escepticismo gozoso del Mundo.

Lo cotidiano se aviene mejor con esta celebración escéptica de lo inmediato. Por su propia fuerza, por su existencia soberana y autónoma, no necesita más que buenas descripciones. Pero esto no es una salida de lo sagrado. Tal vez el mejor homenaje que se le puede tributar a Dios es celebrar el mundo que inventó para nosotros en lugar de lamentar el pecado de Adán o implorar por la vida eterna.  “Aquí podemos vivir puesto que aquí vivimos”. Esa y no otra será la divisa de un tiempo que ha logrado re-encantar el mundo. Yo, que tantas veces temblé frente a la Madeleine, tuve que cruzar la calle para entenderlo mejor en la Pinacoteca. 

 

jueves, 7 de enero de 2010

Medio siglo sin Camus

“Un ruido brutal” fue lo que sintió un campesino que caminaba por la Nationale 5 el día 4 de enero de 1960, a escasos metros del lugar donde Michel Gallimard incrustó su automóvil en un árbol. Atrás iban su esposa y su hija, que salieron ilesas del accidente. A su lado iba Albert Camus. 

La muerte es un simulacro en la vida de los artistas. Es la última página de sus biografías, pero a decir verdad una página insignificante en la vida propia de sus obras. Salvo algunos casos excepcionales –el fusilamiento de Lorca ordenado por Franco, la sífilis contraída por Rimbaud en África, el disparo en el corazón de J-A Silva- los artistas tienen una muerte muy inferior a la grandeza de sus obras. La pulmonía de Proust no se compadece con la belleza de sus evocaciones, el olvido de Beckett en un sanatorio de París es muy menor al lado de Esperando a Godot, el lento deceso de Borges en esa “noche” donada por Dios es menos conmovedor que cualquiera de sus versos.

La muerte es un asunto perfectamente banal para los hombres que tienen una obra que los sobrevive. Lo que en la vida de un hombre cualquiera es definitivo, en la vida del artista es casi siempre un asunto sin importancia. La petite histoire que conocen los biógrafos nos revela detalles que dignifican esas muertes: sí, Proust agarró su pulmonía en una noche de invierno en la que se exponía un cuadro de Vermeer que no podía dejar de contemplar; sí, el sanatorio de Beckett es una prolongación de ese ambiente sórdido de ancianos venidos a menos, al borde de la mendicidad y la locura; sí, la muerte de Borges en sus sombras de lector ciego no deja de recordarnos la maestría
de Dios, que con magnífica ironía le dio a la vez los libros y la noche. Pero de todas maneras son muertes que no merecen a esos muertos.

Vivir es muy difícil, pero morirse más. Uno puede elegir la manera de no llevar una vida mediocre, pero raramente tiene la posibilidad de escoger una muerte interesante. El 4 de enero de 1960 un hombre cualquiera informó que había un automóvil siniestrado en la Nationale 5. Albert Camus había declarado en broma que lo realmente Absurdo sería morir en un accidente de tránsito. Una muerte indiscreta, ruidosa, mundana, como correspondía al escritor que nos enseñó a elegir entre el fastidio de vivir y el placer de existir.