El metro de Medellín no es un metro sino un centímetro. Un centímetro oneroso e insuficiente que han debido estirar y remendar para que alguna vez sea un metro de verdad. Pero lejos estamos. No lo digo sólo porque el de Paris tiene la estación central más grande del mundo (Châtelet), ni por sus catorce líneas regadas de sur a norte y de este a oeste, ni por el tren de cercanías que vincula a las periferias con el perímetro parisino (RER). No lo digo porque funcione hasta pasada la media noche, ni porque cada estación lleve el nombre de un referente histórico de la vida francesa: Bastille, Voltaire, Concorde, Pablo Picasso, Magenta, Solferino. El de Medellín es un centímetro, o sea poca cosa, por limitado, por pulcro, por excluyente. Por precario, por arribista, por provinciano. En un metro uno puede entrar con sus mascotas, con su bicicleta, con tragos de más, con comida, con equipaje, con mal aspecto. En un centímetro uno está como de visita en la casa de una señora bien, donde hay que sonreír y ser amable, donde la limpieza excesiva revela que algo no anda bien. En un metro, símbolo de diversidad y espacio público, uno se encuentra con toda clase de bufones, danzarines, mendigos, maromeros, musiciens, pordioseros, se encuentra uno con el mundo como es: con gente de mala condición.
Eso escribía en mi Moleskine a la altura de Arts et Métiers. Desde adentro, recostado sobre una barra vertical, vi que a mi vagón entraron sólo dos personas: un borracho y un negro afanado que forzó la puerta para no perder el tren. En el ajetreo el negro chocó levemente con el borracho, que estaba justo al lado de la puerta. Dijo “pardon”, como corresponde, y se dio media vuelta. El borracho lo miró muy mal. Visiblemente contrariado, de muy mal humor, enceguecido, envenenado, se paró e insultó al negro que apenas sostenía una bolsa en medio del estupor. El vagón se quedó en silencio. Los insultos aumentaban en volumen y procacidad, y el borracho se acercaba al negro con la sangre hirviéndole en la cara. Al ver que sus provocaciones no tenían respuesta, el borracho lo pateó a la altura de las rodillas y se puso como en posición de matar. En ese momento la gente empezó a dispersarse. Yo estaba a un metro de ellos, todavía con la libreta en la mano, decidido a esperar el desenlace. Después de todo, pensé, vengo de donde vengo. Se enfrascaron entonces en insultos de todo tipo, racistas y francofóbicos, y se hicieron cordiales invitaciones a batirse hasta las últimas consecuencias adentro o afuera del vagón, ‘aquí mismo o cuando usted quiera’. Mientras tanto se estrujaban desde el cuello, trataban de arrancarse la cara con las uñas y se juraban romperse el alma de un frentazo. Los que no entienden la dimensión erótica de las peleas entre hombres habrían quedado persuadidos del asunto al ver cómo el negro y el borracho juntaron sus frentes, se miraron a los ojos y se quedaron en silencio hasta que el borracho imprecó: Fils de pute. Por la cercanía de las bocas, de los alientos, de las iras, el negro se percató del estado de su contrincante. Entonces lo soltó serenamente, recogió su bolsa y dijo: arrêt de conneries (“basta de tonterías”). El borracho intentó un nuevo embate. Aprovechó que de la bolsa cayeron unas medicinas y las pateó contra la puerta contraria del vagón. El negro las recuperó en silencio y las volvió a poner en su lugar. Habíamos llegado a Pyrénées, mi estación, pero yo estaba dispuesto a continuar hasta el final. Los dos descendieron ahí, y yo tras ellos. Avanzaron unos pasos juntos. El borracho sangraba levemente por los labios. Entonces el negro comenzó a instruirlo pastoralmente sobre los peligros que corría saliendo en ese estado. Le dijo que podía caerse a la vía y morir destripado por el metro. Mencionó dos o tres circunstancias más mientras abandonábamos la estación. Al ascender por el bocatunel a la calle helada, a la superficie de Paris, los vi perderse todavía conversando por la Avenida Simón Bolívar.