miércoles, 18 de agosto de 2010

Basura











Me perdí. En cercanías de la Plaza de la Nación, buscando el restaurante vietnamita donde había comido aquél Bo-Bun memorable y barato, me perdí. Como un animal hambriento que sigue las señales de su instinto, solo y muerto de frío, trataba de dar con la callecita estrecha en cuya mitad estaban los orientales que necesitaba. Me maldije una y otra vez por no haber retenido el nombre. Me abstuve de preguntar por la misma razón. Ya al final, más por orgullo que por ganas, me dije que no me devolvía sin comer el mismo plato en la misma mesa del mismo restaurante vietnamita de la vez pasada.

Respiré profundo y decidí retomar el boulevard Voltaire para comenzar la búsqueda de nuevo. Traté de rehacer el recorrido de la noche que me servía de referencia pero me acordaba mejor de la conversación que de las calles. Tomé unas cuantas diagonales que se me hicieron familiares pero me conducían a avenidas definitivamente alejadas de mi objetivo. Era un viernes de invierno. En el día había hecho sol y frío, y ahora el cielo era una sola nube gris despidiendo una lluviecita helada. Entonces vi la basura. Y me acerqué.

Había varias personas esculcando lo que parecía un trasteo abandonado. También parecía el resultado de una drástica separación de bienes, lograda no por la bárbara conciliación, sino por las civilizadas vías de hecho. Era un arrume de libros humedecidos por la lluvia. Al lado estaba un mueble que servía de estante, unas camisas empantanadas y tres botellas vacías. Había un almanaque mundial de 1987, libros de texto de geografía, un diccionario de alemán, revistas de farándula y El amor en los tiempos del cólera en francés. Lo cogí afanado. Me permití una carcajada cuando leí la traducción del epígrafe: “Sur les chemins qui s’ouvrent ici va une déesse couronnée. Leandro Díaz”. “Qué maroma”, pensé. Lo sequé como pude, levanté los ojos, reconocí dónde estaba y hacia dónde debía caminar.

martes, 20 de julio de 2010

La dictadura del poetariado

Se celebra en Medellín la nosecuánta versión del Festival de Poesía. El Colombiano, que en todo hace honor a su nombre, titula tiernamente: “Medellín: la ciudad de los poetas vivos”. Habrá pues poemas como bendiciones papales: a diestra y siniestra en parques, universidades y cerros. Vendrán los nombres impronunciables de siempre a despertar ese gusto por el exotismo tan propio de ciudad pequeña. Se escucharán las consabidas traducciones simultáneas de un dialecto de Mauritania al casto castellano de Antioquia. Volverán las muchachas a decir, durante quince días, que les gustan los hombres interesantes.

Propongo deshacer el juego de palabras y devolver la metáfora a su formulación original: restablecer la sociedad de los poetas muertos. En lugar de hablar cándidamente de poesía luego de una maratón de declamaciones a treinta y cuatro grados sombra, propongo escuchar con atención un poema, escuchar uno solo honestamente, y cambiar el esnobismo de lo nuevo y lo lejano por la lucidez de lo viejo y lo cercano. Evocando a Saint-Amant, propongo no rehuir al brindis con los muertos:

Héteme al linde del otoño, logrado
plenamente, preludio del descenso.
La euforia aún conmigo: corazón desalado
y espíritu burlón e iluso al par:
Amo aún, sueño aún, divago, pienso...
No es oportuno todavía descansar.

Sino seguir pugnando, con humor e indolencia.
No es el crepúsculo, es apenas la media tarde:
no ha llegado el crepúsculo.
Medio día a la zaga —próximo y en vigencia—
caracol resonante, guarda el eco del mar.
Amo aún, sueño aún. Hay mente. Hay músculo.
No es oportuno todavía descansar.

Sino seguir pugnando, sino insistir, desaprensivo:
ni ambicioso ni claudicante... ¡Oxte, melancolía!
Desdeñoso ni acre: siempre alacre —y sarcástico y esquivo—,
seguir pugnando con el viento y la estulticia y el azar.
Amo aún. Sueño aún. Hay fervor y armonía.
No es oportuno todavía descansar.

Sino seguir pugnando, sino insistir, cáustico, sonriente
si cogitante, bufón befante —si filosofista—.
Ni pueril ni senil. Ni didascálico, monitorio ni incongruente.

Seguir pugnando escéptico ante el vacío especular.
Amo aún. Sueño aún. Nada me vence nicontrista
No es oportuno todavía descansar.


León de Greiff, 1949

Poema en audio: Cancioncilla. Héteme al linde del otoño... de León de Greiff por León de Greiff

martes, 27 de abril de 2010

Era jueves cuando cayó del cielo

Pocas veces había sido tan amarga la experiencia de que la realidad se parezca tanto a la literatura. Juan Diego Mejía dice que Alejandro Obregón decía que está bien que uno se muera, pero que las mujeres hermosas no se deberían morir. Y la verdad es que no sólo no se deberían morir, sino que sobre todo no se deberían suicidar. Y menos así.

Porque en el suicidio los métodos son tan importantes como el propósito. Quitarse la vida con un discreto cóctel farmacológico es un gesto brutal, claro, pero no es una afrenta a la belleza. Otra cosa es dejarse caer al vacío como Lucía, la protagonista de Era lunes cuando cayó del cielo, del citado Juan Diego Mejía. Esa caída libre y liberadora es el grito más feroz que se pueda proferir contra una sociedad preciosista y descompuesta al mismo tiempo. “¡Ahí tienen mi belleza. Ya no la necesito porque ya no me basta!”.  

Y es que nunca basta. Lo que no confiesa esa sociedad que le exige Todo a sus mujeres, rápido y al mismo tiempo, es que nunca basta. De ese tamaño es el hueco que genera la demanda total y permanente que se dirige a las niñas, a las muchachas, a las mujeres, a las viejas y a las muertas: sean bellas, sean exitosas, sean madres, sean modelos, sean perfectas.

Hay motivaciones profundas que los suicidas se llevan consigo, pero no se debería desperdiciar la oportunidad para reflexionar a fondo sobre ese perfeccionismo febril que pesa sobre nuestras mujeres. Esa carrera extenuante que acorta la distancia entre las edades, las mil y una maneras de exigirle a las mujeres que sean mujeres de verdad y esa intransigencia contra aquellas que rompen el libreto que se ha escrito para ellas, nos pone de vez en cuando frente al mal: entonces una mujer hermosa cae del cielo después de romper un espejo y gritar cosas incomprensibles. Es un recurso mordaz para decir: “el Todo de ustedes, desde hoy, será la Nada para mí”. Lucía es el nombre de la suicida de Mejía, pero como también es el verbo lucir en pasado imperfecto, bien podría ser el nombre de todas las suicidas preciosas que renunciaron a seguir luciendo. Esa es la vanidad radical, más allá de los desfiles, las fotos y el maquillaje: la conciencia de que Todo es vano y la decisión de asumir la Nada. Esa Nada que nos dejan los suicidas como herencia:  

No quedará en la noche una estrella. 


No quedará la noche. 


Moriré y conmigo la suma del intolerable universo. 


Borraré las pirámides, las medallas,

los continentes y las caras. 


Borraré la acumulación del pasado. 


Haré polvo la historia, polvo el polvo. 


Estoy mirando el último poniente. 


Oigo el último pájaro. 


Lego la nada a nadie. 

(El suicida, J.L. Borges)

 

jueves, 4 de marzo de 2010

Vanidad

Tengo para mí que todo comentario sobre una obra de arte debe impugnar la sentencia de Maeterlinck: “Apenas expresamos algo lo empobrecemos singularmente”. No es un riesgo menor. Tratándose no de una obra de arte, sino de varios siglos de historia del arte, no es un riesgo menor. Y sin embargo, es difícil resistirse a la tentación de comentar esta eclesiástica muestra exhibida en el Musée Maillol, “Vanités, c’est la vie”, consagrada justamente a eso: a la muerte, desde Caravaggio hasta Damien Hirst. Vana tentación como todas. “¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad!”. 

Una obsesión figurativa tutela de principio a fin los cuadros, las esculturas y los videos expuestos en el Maillol: el cráneo humano despellejado, descerebrado, desgarrado del resto del esqueleto. He ahí el símbolo de la hora final presentado y representado por Zurbarán, Géricault, Cézanne, Picasso, McDernott and McGough, y toda una pléyade de artistas que asistieron sin falta a la cita con la muerte. Una cita artística primero, cuyos resultados vemos hoy en el Maillol, y una cita sin más al fin y al cabo, que nos recuerda que incluso la vida del genio confirma el aserto del Eclesiastés.

Por lo demás, las variaciones sobre ese motivo del cráneo indican una transformación sustancial en las maneras de representar la muerte en Occidente. En los “clásicos” y los “modernos”, según la nomenclatura del Musée Maillol, asistimos a un esfuerzo solemne por poner en imágenes lo inexplicable: vemos santos y santas meditando ante la calavera, escenas de interior en las que irrumpe “el momento de la muerte”, naturalezas muertas con cráneo y una que otra exageración española como la del Anónimo que retrata a San Jerónimo carcomido por los gusanos, con los huesos y las tripas al aire libre, y un báculo y una corona intactos al lado del cajón entreabierto. Arriba se lee en latín: “Luego del hombre todo es hedor y terror”. Más adelante, al final de esta sala sin piedad, recibimos el último golpe anímico: el “Cupido durmiente”, de Miradori, que abrazado a un cráneo voraz nos quita la última esperanza: hasta el amor es vanidad. Increíble. 

De ahí en adelante entramos en un lenguaje que nos es más familiar. Divorciada de toda connotación religiosa, la muerte encarnada en el cráneo será objeto de un tratamiento más ligero. Es el “memento mori” burlado, profanado y mercantilizado. Es la vanidad convertida en banalidad. La sala de los “contemporáneos” está presidida entonces por el epitafio de Duchamp: “Además, siempre son los otros los que se mueren”. Bajo el signo de esta muerte pensada siempre en diferido aparecen los cráneos de Mickey Mouse, los hechos con cajetillas de Gauloises, los formados con frutas, cenizas y luces de neón. Y hay para finalizar un video estremecedor: un niño jugando fútbol con un cráneo como balón. Si supiera el artista lo que algunos evocamos con lo que él considera una aberrante exageración trasgresora. Vanidad de vanidades, definitivamente.

Vale la pena volver sobre este tema de la vanidad como sumisión a la muerte tan caro a los artistas, los poetas, a Montaigne… Que no por la saturación mediática de muertos perdamos la sensibilidad ante la muerte. Que la conciencia de muerte engrandezca el sentido de la vida. Así de algo habría servido este ejercicio doble de vanidad que es comentar: ejercicio vano y vanidoso al mismo tiempo. 

 (http://www.museemaillol.com/)

domingo, 28 de febrero de 2010

Fin

La telenovela “Una encrucijada en el alma” ha llegado a su fin. Luego de mil días de emisión permanente, de vívido suspenso, de intrigas y artimañas, se ha anunciado que el protagonista que deshojaba margaritas deberá buscar sitio en otra producción. Pese a que una parte sensible de los televidentes quería ejercer su derecho a la opinión (“estamos en un Estado de opinión”, gritan), contra el deseo que muchos tenían de alargar la trama y darle al protagonista una segunda-segunda oportunidad, el viernes asistimos a una ceremonia solemne en la que un magistrado tan respetable como nervioso canceló sus esperanzas para siempre. Y todo porque los patrocinadores de este melodrama salieron con una chambonada que hoy nos divide entre la risa, el llanto y la vergüenza.  

Luego del bullicio, el fallo de la Corte Constitucional nos lanza una comprobación temeraria: con el desmontaje punto por punto de un proyecto con vicios de todo, recordamos una vez más en manos de quién estamos. En su arrogancia, en su ceguera, en su ineptitud, en su sordera, los uribistas presentaron un trabajo bajado de Internet como tesis de doctorado. Ahora no hay dudas de que esa horda pintoresca, llena de émulos risibles y gente peligrosa, no estuvo a la altura de las circunstancias. Asistimos al clásico asesinato del padre, pero con una connotación bastante colombiana: la pelea a muerte por su herencia.

Pero queda la esperanza de que Uribe, desde cualquier trinchera, siga gobernando “en cuerpo ajeno”. Los que como Hamlet son candidatos a ser poseídos por el espíritu del padre, los que ya empezaron a adecuar su cuerpo para darle lugar en ellos, son los hijos beneficiarios de esta defunción inesperada. Son ellos los que bailan en silencio alrededor del cadáver. Su estrategia va de la adulación a la deslealtad, como es propio de los hijos predilectos. Pero otra es la suerte de los hijos más fieles: los que tratando de alargarle la vida precipitaron la ausencia del padre, los que en su amor anárquico e insobornable equivocaron los caminos para eternizarlo, sienten ahora que sus esfuerzos son vanos en un país que celebra en directo que la Corte siga siendo independiente. Mis felicitaciones para el libretista chapucero de este culebrón: Luis Guillermo Giraldo, hombre torpe y confundido si los hay.  

 

miércoles, 24 de febrero de 2010

Vacío

Es difícil imaginar un episodio que ilustre mejor nuestra vida republicana que la historieta de las llaves perdidas de la urna del bicentenario. Ahí están contenidos dos siglos de vida independiente que sin embargo no han bastado para encontrar la clave de lo que tenemos adentro. Ahí están los esfuerzos a tientas por hallar una respuesta creíble a las preguntas que fundan nuestra incertidumbre. Ahí está retratada esa especie de orfandad paternal que sostiene a un padre con corazón pero autoridad que vino para llenar el vacío.

Por lo demás, no es difícil imaginar lo que contiene este cofre de bronce que hace las veces de piñata nacional: adentro está lo que hay entre un habitante del Vichada y uno de San Andrés, lo que hay entre los sueldos parlamentarios y el salario promedio, lo que hay entre la medicina prepagada y las entidades prestadoras de salud, lo que hay entre las promesas electorales y las acciones gubernamentales, lo que hay entre los ejércitos y sus fines misionales, entre las instituciones y los ciudadanos, entre los ciudadanos mismos, entre Colombia y los países vecinos: abismos…

Los festejos proseguirán con o sin las llaves. Se elegirán otros legionarios para que salgan a buscarlas y se depositará en ellos la ilusión de saber lo que la urna tiene por dentro. La fiesta democrática se confundirá con la conmemoración de aquellos años en que se gritaba “¡viva el rey, muera el mal gobierno!”. Los abismos se hundirán en el alboroto y cuando aparezcan las llaves, o forcemos una apertura cualquiera, descubriremos que la urna está como nuestra historia republicana: llena de vacío.

 

 

domingo, 31 de enero de 2010

Moleskine | Yo ayudo, Tú ayudas, El ayuda, Nosotros ayudamos… Ils aident.

La tierra tembló y ahora Puerto Príncipe nos recuerda una vieja sentencia bíblica: “Al que tiene se le dará y al que no tiene se le quitará hasta lo poco que tiene”. Los voluntaristas de ocasión no se han hecho esperar y ya circulan por el mundo que quedó en pie, intacto, sin un rasguño, las fotos que se tomaron algunos en medio del cataclismo. Otros cantan conmovidos por el sufrimiento a distancia. Pero antes del doce de enero nadie parecía saber siquiera qué idioma se hablaba en Haití, al punto que un diario colombiano ha debido titular ingenuamente: “¿Por qué Haití es tan pobre?”. Lo cierto es que no le bastaba con la miseria para existir en la conciencia del mundo. Debía esperar a que un sismo de siete grados le sumara ruina al hambre, destrucción definitiva de un día a la destrucción prolongada, sostenida, silenciosa de todos los días. Los que hoy posan con cara de buena voluntad no sabían ni cuál era la capital de aquella isla olvidada por la Historia. Ahora que los muertos se cuentan por millares, todos quieren ayudar.

Porque ayudar está de moda. Es de buen gusto, como en algún momento fue de buen gusto no hacerlo. Y viéndolo bien, lo que se ha hecho hasta el momento es lo mínimo que se puede y se tiene que hacer en un mundo donde las catástrofes se saben en todo el globo casi al mismo tiempo en que están ocurriendo. Lejos de ser una epopeya, lo que se ha hecho hasta ahora no es más que ponernos a la altura de la época. Si estuviéramos ante el brutal terremoto de Lisboa, en 1755, serían heroicas todas las medidas que se han tomado. En ese momento el mundo civilizado no tenía cómo sortear los estragos causados por los once grados de intensidad del sismo, las inundaciones que lo sucedieron y el incendio de una semana que dejó en Lisboa la marca de la ruina para siempre. A cambio de ese déficit de recursos técnicos, proliferó la lucidez para comprender lo que significaba aquella embestida de la naturaleza. Pero al final de la primera década del año dos mil la catástrofe haitiana nos revela otra cosa: una movilización espectacular de medios pero ninguna reflexión sobre las condiciones que agudizan la tragedia.Y evidentemente no hay que elegir entre salvar a los malheridos y pensar en una reconstrucción sostenible: hay que hacer lo uno y lo otro. 

Por el momento, no hay que perder la razón por exceso de sentimiento. ¿Un acto desinteresado es posible? No, y en política menos. Parecer desinteresado es también un interés, y muy rentable, en la economía de las relaciones humanas. Además todo don exige un contra-don, así sea el agradecimiento perpetuo. De manera que hay que agradecer la ayuda, hay que conjugar el verbo, pero no más: lo demás está de más y es vulgar caridad en la era de la información.

 

http://www.youtube.com/watch?v=QiaIr-Ku8z4

 

viernes, 22 de enero de 2010

Moleskine | Idomeneo

Palais Garnier. Mercredi 20.01.2010. 19h30. Idomeneo. 2èmes loges de coté 13. Chaise – Visibilité réduite.

He corrido en vano. La acomodadora me conduce a mi lugar advirtiéndome que Idomeneo empezó hace dos minutos. La puerta del palco tiene un círculo de vidrio a la altura de nuestros ojos por el cual me indica la silla que me corresponde. Desde afuera sólo se ven las siluetas de espaldas de los que están adentro. Al fondo, iluminados por una luz cobriza, los balcones colmados de los palcos del lado contrario del teatro.

Entro. Estoy en una celda en penumbra. El escenario está dos pisos abajo, a la izquierda, y es su luz la que me permite reconocer un espejo y un perchero que interrumpen el terciopelo que cubre las paredes. Me quito el abrigo sofocado por el calor artificial de los espacios interiores en invierno, reconcentrado en esta celda que medirá un metro y medio de ancho por los seis o siete que hay entre la puerta y el balcón. Aunque ya sé cuál es mi lugar, permanezco de pie para ver la totalidad del escenario a mis pies: Ilia, princesa de Troya, canta recostada sobre la playa: Mi corazón esta dividido entre el miedo y el amor.

Tomo asiento. Delante de mí hay dos mujeres que se hablan al oído cada vez que Ilia canta un lamento nuevo. Han dispuesto sus sillas de manera que puedan acercarse libremente, de manera que puedan encontrarse en este rincón del Palacio Garnier. Una de ellas está al alcance de mi mano. Cuando se inclina hacia adelante para lograr entregar su secreto, el movimiento le descubre la parte baja de la espalda. Tiene el pelo rubio y rizado y mal atado con un palito chino que  deja al desnudo su cuello perfecto. Las dos son emisarias de un mensaje que yo, desde atrás, al tanto de sus juegos, quisiera compartir con ellas. A veces, cuando se han dicho todo lo que se iban a decir por culpa de Ilia o de Idomeneo o de Electra, se muerden suavemente la oreja o pasan la lengua cerca del lugar donde el cuello se confunde el pelo. Las manos hacen lo suyo clandestinamente mientras Idomeneo se pregunta si debe liberar a los prisioneros que tiene bajo su custodia. Juegos de manos en las cercanías de la cintura, en las rodillas, en los muslos, en el cuello. El destino de Creta se resuelve justo en el momento en que el secreto de estas dos mujeres ya no se sostiene más, en el que las promesas ya no dan espera, en el que los griegos de la antigüedad no alcanzarían a imaginar lo lejos que dos mujeres pueden llevar la ars erotica que ellos creyeron confiscar para siempre. En las proximidades del pecho, ya sin nada que perder, una mano atraviesa de lado a lado el cuerpo de la rubia. La caricia se traduce en un gemido leve que adivino en sus labios de perfil. La voz de la soprano clama cuando veo que sus manos se cruzan y sus bocas se encuentran a contraluz: ¿Cuánto me costará este silencio?

El calor aumenta en los estertores. El placer de estas dos mujeres se entremezcla con la música, con el lugar, con la escasa luz, con el universo entero. Abajo brama Neptuno mientras Ilia pide ser sacrificada. Las mujeres se siguen diciendo al oído cosas que a estas alturas ya no son promesas. Ni secretos. Desde este lugar mi visibilidad era reducida, como bien dice la boleta, pero suficiente para haber visto mi propio Idomeneo. Telón. 

martes, 19 de enero de 2010

Moleskine | Gente de mala condición

El metro de Medellín no es un metro sino un centímetro. Un centímetro oneroso e insuficiente que han debido estirar y remendar para que alguna vez sea un metro de verdad. Pero lejos estamos. No lo digo sólo porque el de Paris tiene la estación central más grande del mundo (Châtelet), ni por sus catorce líneas regadas de sur a norte y de este a oeste, ni por el tren de cercanías que vincula a las periferias con el perímetro parisino (RER). No lo digo porque funcione hasta pasada la media noche, ni porque cada estación lleve el nombre de un referente histórico de la vida francesa: Bastille, Voltaire, Concorde, Pablo Picasso, Magenta, Solferino. El de Medellín es un centímetro, o sea poca cosa, por limitado, por pulcro, por excluyente. Por precario, por arribista, por provinciano. En un metro uno puede entrar con sus mascotas, con su bicicleta, con tragos de más, con comida, con equipaje, con mal aspecto. En un centímetro uno está como de visita en la casa de una señora bien, donde hay que sonreír y ser amable, donde la limpieza excesiva revela que algo no anda bien. En un metro, símbolo de diversidad y espacio público, uno se encuentra con toda clase de bufones, danzarines, mendigos, maromeros, musiciens, pordioseros, se encuentra uno con el mundo como es: con gente de mala condición.

Eso escribía en mi Moleskine a la altura de Arts et Métiers. Desde adentro, recostado sobre una barra vertical, vi que a mi vagón entraron sólo dos personas: un borracho y un negro afanado que forzó la puerta para no perder el tren. En el ajetreo el negro chocó levemente con el borracho, que estaba justo al lado de la puerta. Dijo “pardon”, como corresponde, y se dio media vuelta. El borracho lo miró muy mal. Visiblemente contrariado, de muy mal humor, enceguecido, envenenado, se paró e insultó al negro que apenas sostenía una bolsa en medio del estupor. El vagón se quedó en silencio. Los insultos aumentaban en volumen y procacidad, y el borracho se acercaba al negro con la sangre hirviéndole en la cara. Al ver que sus provocaciones no tenían respuesta, el borracho lo pateó a la altura de las rodillas y se puso como en posición de matar. En ese momento la gente empezó a dispersarse. Yo estaba a un metro de ellos, todavía con la libreta en la mano, decidido a esperar el desenlace. Después de todo, pensé, vengo de donde vengo. Se enfrascaron entonces en insultos de todo tipo, racistas y francofóbicos, y se hicieron cordiales invitaciones a batirse hasta las últimas consecuencias adentro o afuera del vagón, ‘aquí mismo o cuando usted quiera’. Mientras tanto se estrujaban desde el cuello, trataban de arrancarse la cara con las uñas y se juraban romperse el alma de un frentazo. Los que no entienden la dimensión erótica de las peleas entre hombres habrían quedado persuadidos del asunto al ver cómo el negro y el borracho juntaron sus frentes, se miraron a los ojos y se quedaron en silencio hasta que el borracho imprecó: Fils de pute. Por la cercanía de las bocas, de los alientos, de las iras, el negro se percató del estado de su contrincante. Entonces lo soltó serenamente, recogió su bolsa y dijo: arrêt de conneries (“basta de tonterías”). El borracho intentó un nuevo embate. Aprovechó que de la bolsa cayeron unas medicinas y las pateó contra la puerta contraria del vagón. El negro las recuperó en silencio y las volvió a poner en su lugar. Habíamos llegado a Pyrénées, mi estación, pero yo estaba dispuesto a continuar hasta el final. Los dos descendieron ahí, y yo tras ellos. Avanzaron unos pasos juntos. El borracho sangraba levemente por los labios. Entonces el negro comenzó a instruirlo pastoralmente sobre los peligros que corría saliendo en ese estado. Le dijo que podía caerse a la vía y morir destripado por el metro. Mencionó dos o tres circunstancias más mientras abandonábamos la estación. Al ascender por el bocatunel a la calle helada, a la superficie de Paris, los vi perderse todavía conversando por la Avenida Simón Bolívar.

 

viernes, 15 de enero de 2010

Moleskine | Pinacothèque de Paris

La Pinacoteca de Paris exhibe La edad de oro holandesa, de Rembrandt a Vermeer. No es fácil imaginar la riqueza comprendida en el periodo que abren y cierran dos pintores de semejante estatura. Y sí, más de noventa cuadros bastan para sintetizar la grandeza del flamenco profundo. Les dispenso la descripción de las obras. Me limito a enumerar algunos temas: caballos pastando, escenas de interior, naturalezas muertas, retratos de vivos, autoretratos de artistas, una que otra escena bíblica y una que otra batalla naval. He aquí algunos títulos transcritos en mi Moleskine: El taller del tallador, Naturaleza muerta con libros, La carta de amor, y mi preferido: Escena de interior con una madre despiojando a su niño (el deber de una madre).

No creo necesario explicar mi fascinación por este título de Pieter de Hooch. La sola frase basta para indicar lo que se observa en el resto de la muestra: una sobria glorificación de lo cotidiano. La sencillez de las composiciones no tiene jamás una vocación alegórica ni apologética. Las cosas están ahí, los seres son en ese momento. A juzgar por este y otros lienzos, a Holanda le debemos una especie de oximoron: un barroco mundano. Ya no la exaltación suplicante del barroco español, con el corazón levantado hacia el Señor, con la culpa, con la culpa, con la gran culpa...  Ya no los paraísos perdidos sino las pequeñas alegrías. Ya no la temerosa fe en Dios sino el escepticismo gozoso del Mundo.

Lo cotidiano se aviene mejor con esta celebración escéptica de lo inmediato. Por su propia fuerza, por su existencia soberana y autónoma, no necesita más que buenas descripciones. Pero esto no es una salida de lo sagrado. Tal vez el mejor homenaje que se le puede tributar a Dios es celebrar el mundo que inventó para nosotros en lugar de lamentar el pecado de Adán o implorar por la vida eterna.  “Aquí podemos vivir puesto que aquí vivimos”. Esa y no otra será la divisa de un tiempo que ha logrado re-encantar el mundo. Yo, que tantas veces temblé frente a la Madeleine, tuve que cruzar la calle para entenderlo mejor en la Pinacoteca. 

 

jueves, 7 de enero de 2010

Medio siglo sin Camus

“Un ruido brutal” fue lo que sintió un campesino que caminaba por la Nationale 5 el día 4 de enero de 1960, a escasos metros del lugar donde Michel Gallimard incrustó su automóvil en un árbol. Atrás iban su esposa y su hija, que salieron ilesas del accidente. A su lado iba Albert Camus. 

La muerte es un simulacro en la vida de los artistas. Es la última página de sus biografías, pero a decir verdad una página insignificante en la vida propia de sus obras. Salvo algunos casos excepcionales –el fusilamiento de Lorca ordenado por Franco, la sífilis contraída por Rimbaud en África, el disparo en el corazón de J-A Silva- los artistas tienen una muerte muy inferior a la grandeza de sus obras. La pulmonía de Proust no se compadece con la belleza de sus evocaciones, el olvido de Beckett en un sanatorio de París es muy menor al lado de Esperando a Godot, el lento deceso de Borges en esa “noche” donada por Dios es menos conmovedor que cualquiera de sus versos.

La muerte es un asunto perfectamente banal para los hombres que tienen una obra que los sobrevive. Lo que en la vida de un hombre cualquiera es definitivo, en la vida del artista es casi siempre un asunto sin importancia. La petite histoire que conocen los biógrafos nos revela detalles que dignifican esas muertes: sí, Proust agarró su pulmonía en una noche de invierno en la que se exponía un cuadro de Vermeer que no podía dejar de contemplar; sí, el sanatorio de Beckett es una prolongación de ese ambiente sórdido de ancianos venidos a menos, al borde de la mendicidad y la locura; sí, la muerte de Borges en sus sombras de lector ciego no deja de recordarnos la maestría
de Dios, que con magnífica ironía le dio a la vez los libros y la noche. Pero de todas maneras son muertes que no merecen a esos muertos.

Vivir es muy difícil, pero morirse más. Uno puede elegir la manera de no llevar una vida mediocre, pero raramente tiene la posibilidad de escoger una muerte interesante. El 4 de enero de 1960 un hombre cualquiera informó que había un automóvil siniestrado en la Nationale 5. Albert Camus había declarado en broma que lo realmente Absurdo sería morir en un accidente de tránsito. Una muerte indiscreta, ruidosa, mundana, como correspondía al escritor que nos enseñó a elegir entre el fastidio de vivir y el placer de existir.