Me perdí. En cercanías de la Plaza de la Nación, buscando el restaurante vietnamita donde había comido aquél Bo-Bun memorable y barato, me perdí. Como un animal hambriento que sigue las señales de su instinto, solo y muerto de frío, trataba de dar con la callecita estrecha en cuya mitad estaban los orientales que necesitaba. Me maldije una y otra vez por no haber retenido el nombre. Me abstuve de preguntar por la misma razón. Ya al final, más por orgullo que por ganas, me dije que no me devolvía sin comer el mismo plato en la misma mesa del mismo restaurante vietnamita de la vez pasada.
Había varias personas esculcando lo que parecía un trasteo abandonado. También parecía el resultado de una drástica separación de bienes, lograda no por la bárbara conciliación, sino por las civilizadas vías de hecho. Era un arrume de libros humedecidos por la lluvia. Al lado estaba un mueble que servía de estante, unas camisas empantanadas y tres botellas vacías. Había un almanaque mundial de 1987, libros de texto de geografía, un diccionario de alemán, revistas de farándula y El amor en los tiempos del cólera en francés. Lo cogí afanado. Me permití una carcajada cuando leí la traducción del epígrafe: “Sur les chemins qui s’ouvrent ici va une déesse couronnée. Leandro Díaz”. “Qué maroma”, pensé. Lo sequé como pude, levanté los ojos, reconocí dónde estaba y hacia dónde debía caminar.